
“La mano de Dios”
Cuando se la di a Valdano, le rebotó y se le fue un poquito alta, con Hodge al lado. Entonces Hodge lo anticipó. Y Hodge comete el error, que para mí no es un error porque en ese momento le podías dar la pelota atrás al arquero, de levantarla para Shilton en vez de revolearla… Si Hodge la hubiera revoleado, la pelota no me llegaba nunca a mí. Nunca. Pero me cayó como un globito, como un globito me cayó. Aaahhh, qué regalito, papá…
“Esta es la mía”, dije. “No sé si le voy a ganar, pero me la juego. Si me lo cobra, me lo cobra”. Salté como una rana, y eso fue lo que no se esperaba Shilton. Él pensaba, creo, que yo lo iba a ir a chocar. Pero salté como una rana, fijate en las fotos; eso es lo que habla de cómo estaba mi cuerpo. Le gané a Shilton porque físicamente estaba hecho una fiera. Él saltó, sí, pero yo salté antes, porque venía mirando la pelota y en cambio él cerró los ojos. Shilton tenía la costumbre de pegarle con los dos puños a la pelota, y para pegarle así se le trabucó un poco. Si te fijás en las fotos, la diferencia que hay de Shilton a la mano mía y a la pelota es grande. Shilton ni aparece y, si te fijás en los pies, yo ya estoy despegando, sigo para arriba, sigo subiendo, y él todavía ni despegó.
Cuando caí, salí enseguida para festejar el gol. La pelota había salido fuertísima. Le di con el puño pero salió como si hubiera sido un zurdazo más que un cabezazo. Llegó a la red y todo. Hice así, tac, y no me podían ver nunca… Miré al referí, que no tomaba ninguna decisión; miré al línea, lo mismo. Y me fui corriendo a festejar. Yo decidí lo que ellos no se animaban a decidir. Bennaceur, después me lo contó, miró al línea. Y el línea, que era un búlgaro, Dotchev, se quedó esperándolo a él: ni levantó la bandera ni salió corriendo para la mitad de la cancha; le tiró toda la responsabilidad, cuando él estaba de frente a la jugada. Después se pelearon entre ellos por eso, creo, porque uno dijo que el otro era el culpable.
Yo seguí corriendo, sin mirar para atrás. Llegó el Checho primero que nadie, pero muy lento, como si viniera pensando “no lo cobra, no lo cobra”. Yo quería que se sumaran más, pero sólo vinieron Valdano y Burruchaga. Es que Bilardo les tenía prohibido a los mediocampistas ir a festejar los goles, porque no quería que se cansaran. Pero esta vez los necesitaba, los necesitaba… Creo que ellos no querían ni mirar para atrás, para la cancha, por miedo a que lo anularan. Cuando llegó el Checho, me preguntó:
—Lo hiciste con la mano, ¿no? ¿Lo hiciste con la mano?
Y yo le contesté:
—Cerrá el orto y seguí festejando.
Enseguida miré para el lugar de la tribuna donde estaban mi viejo y Coco. Les hice un gesto con el puño cerrado y ellos me respondieron con el puño cerrado también. El miedo a que lo anularan estaba todavía, pero no lo anularon. Del gol con la mano no me arrepiento en absoluto. ¡No me arrepiento! Con el respeto que me merecen hinchas, jugadores, dirigentes, no me arrepiento en lo más mínimo. Porque yo crecí con esto, porque en Fiorito yo hacía goles con la mano permanentemente. Y lo mismo hice delante de más de cien mil personas que no me vieron… Porque todo el mundo se quedó gritando el gol.
Le gané un juicio a un diario inglés que tituló “Maradona, el arrepentido”, cosa que jamás se me pasó por la cabeza. Ni ahí, inmediatamente, ni treinta años después… Ni hasta el último suspiro, antes de morirme. Como le contesté a un periodista inglés, de la BBC, un año después: “Fue un gol totalmente legítimo, porque lo convalidó el árbitro. Y yo no soy quién para dudar de la honestidad del árbitro, je”. Lo mismo le dije a Lineker, cuando estuvo en mi casa, en Buenos Aires, para hacerme una entrevista, también para un canal inglés.
Me acuerdo de que me dijo que una jugada así, en Inglaterra, la consideraban trampa, y tramposo al que la hacía. Yo le dije que, para mí, era picardía. Y pícaro el que la hacía.
—¿Por qué dijiste lo de “La mano de Dios”? —me preguntó también.
—Porque Dios nos dio la mano, porque nos dio una mano.
(Yo hice muchos goles con la mano, muchos. En los Cebollitas, en Argentinos, en Boca, en el Napoli. Con el Napoli, después le hice un gol al Udinese, otro a la Sampdoria. El gol al Udinese fue aquel en el que Zico me dijo, en la cancha misma: “Si no decís que fue con la mano, sos deshonesto”. Yo le di la mano y le dije: “Mucho gusto, Zico; me llamo Diego Armando ‘Deshonesto’ Maradona”).
—Yo le echo la culpa al referí y al asistente, no a vos —me dijo—. Y el segundo gol fue la primera y única vez en toda mi carrera que tuve ganas de aplaudir un gol de rival…
Casi le di un beso en la boca cuando me confesó eso.
—Es el gol de los sueños, el gol de los sueños. Nosotros, los futbolistas, siempre soñamos con anotar el mejor gol de la historia. Lo soñamos y lo tenemos en la cabeza… Y la verdad fue que, para mí, hacer ese gol fue fantástico. Y en el Mundial Mexico 86, ¡increíble!
—Muchos dicen que ganaste ese Mundial solo, que no tenían un buen equipo. ¿Qué pensás?
—Teníamos un gran equipo. Un buen equipo que se fue armando con los partidos, por la inteligencia de los jugadores, y sí… se volvió mucho mejor por mi presencia, ¿para qué te voy a mentir? Yo reconozco eso. Pero le agregué y lo agrego: también estoy convencido de que yo no gané el Mundial solo, es un hecho. Sin la ayuda del equipo podría haber ganado el partido contra Inglaterra, tal vez, pero no todos los que ganamos.
Yo sé que soy más ídolo en Escocia que en cualquier otro lado por ese gol, por el primero. En esos lugares donde no los quieren a los ingleses, soy Gardel. Ahí, soy más genio que en Fiorito. Sé que los escoceses inventaron un himno, que cantan en la cancha cuando juegan contra los ingleses. Y yo no entiendo nada de inglés, pero algo de que les metí la mano dicen. Y cuando lo cantan, se los ve felices a los escoceses. Para mí, eso sí, fue como robarle a un ladrón: creo que tengo cien años de perdón.
(…cuando lo volví a ver (al árbitro), muchos años después, cuando yo ya vivía acá, en Dubái, y me recibió en su casa de Túnez, pareció un tipo encantador. “Volvería a convalidar el gol, Diego, volvería a convalidarlo”, me dijo. “Porque yo no lo vi, pero mi asistente tampoco. Dotchev no lo vio, y él estaba mucho mejor ubicado que yo, así que no lo pudo haber visto nadie… Ni siquiera cien mil personas en la cancha lo vieron”. Divino, Bennaceur. Me dio mucha ternura. Me abrió las puertas de su casa, muy humilde, vestido con una túnica gris. Cero rencor, cero. En el gimnasio de mi casa tengo un cuadro con la foto del gol con la mano y otra saludándolo a él, antes del partido, en el encuentro de los capitanes. Le pedí que me la dedicara y todo).
No (creo) que yo era Dios ni que mi mano era la de Dios: (sino) que la mano de Dios, pensando en todos los chicos destrozados en Malvinas, era la que había hecho ese gol. Eso es lo que siento hoy, treinta años después.
La verdad es que después de ese primer gol nosotros nos atrevimos a atacar a Inglaterra… A partir de ahí, cambió todo.
Sé que Peter Reid declaró en un documental que tiene pesadillas con ese partido, que todavía se despierta todo transpirado en la noche. Pero cuando me encontré con él —y no fue una sola vez—, me habló del segundo gol, no del primero. Siempre me habla de ese gol… cara a cara, me dijo así: “Yo, cuando vi al potro salvaje que agarró velocidad, no pude más y me tiré al medio, solo. Me entregué”. Si ven el gol de nuevo, como a mí me lo hicieron ver millones de veces, se van a dar cuenta de que eso es cierto. Lo estoy viendo ahora, mientras recuerdo. Ahí está, ahí está cuando Reid me deja. Qué momento…
La jugada nace en un pase de Enrique… el pase del Negro es fundamental. ¿Qué pasaba si le erraba por medio metro, eh, qué pasaba? Yo no la recibía como la recibí y no podía girar como lo hice, para sacarme a dos de encima, a Beardsley y al pobre Reid. En el giro ya me saco a dos, vayan contando, y había quedado Hodge por ahí, pero Hodge no marcaba a nadie… Enseguida se ve cómo Reid me abandona cuando yo ya estoy lanzado, corriendo desde la derecha hacia el arco, dos metros más allá de la mitad de la cancha. Eso es lo que cuenta él del “potro salvaje”, ese momento. Entonces me sale Butcher por primera vez. Yo le amago a irme por afuera y engancho apenas para adentro. Pasa de largo, el inglés, que gira y me empieza a perseguir… Yo lo voy sintiendo a él, atrás, a mi derecha, como si me estuviera respirando en la nuca. Y también los veo a Valdano y a Burruchaga que me vienen pidiendo la pelota por el otro lado, por la izquierda, pero ¡ni loco se la voy a dar, ni loco! Si la pelota la traía yo desde mi casa…
Entonces me sale Fenwick. Y acá quiero hacerles un homenaje a los ingleses. Miren que no soy de regalarle nada a nadie, pero si hubiese sido contra otro equipo, ese gol no lo habría hecho, ¡no lo habría hecho! Me hubiesen volteado antes, pero los ingleses son nobles. Fijate, fijate la nobleza de Fenwick, que me tira el manotazo, pero no me lo tira en la cara… Me tira el manotazo a la altura del estómago, lo mismo que si me acunara como a un bebé. Nada. Ni lo siento, además de la velocidad y la potencia que traía… Por eso digo que si hubiese sido contra otro equipo, quizás hoy no estaríamos viendo este gol. Después me leyeron por ahí que él dijo que estaba condicionado por la amarilla del primer tiempo, que tuvo que decidir en un segundo si hacerme foul o no, y que lo expulsaran. Cuando se decidió, me parece, la pelota ya estaba adentro. También dijo que, si me encuentra, no me daría la mano, pero yo creo que sí, que me daría la mano y hasta un abrazo.
Butcher sí me tira un patadón. ¡No se imaginan lo que fue la patada de Butcher! Me da abajo, a ver si me podía levantar y tirarme a la mierda. Pero yo llego tan armado ahí que cuando la toco tres dedos para mandarla adentro, me importa tres huevos la patada de Butcher. Lo sentí más en el vestuario el golpe: ¡cuando me miré el tobillo no lo podía creer, lo tenía a la miseria!
…defino como el Turco me había dicho que hiciera… Resulta que cinco años antes, en el 81, durante una gira por Inglaterra, en Wembley, yo había hecho una jugada muy parecida y definí tocándola a un costado cuando me salió el arquero… La pelota se fue afuera por nada, cuando yo ya estaba gritando el gol… El Turco me llamó por teléfono y me dijo: “¡Boludo!, no tendrías que haber tocado… Le hubieras amagado, si ya estaba tirado el arquero…”. Y yo le contesté: “¡Hijo de puta! Vos porque lo estabas mirando por televisión…”. Pero él me mató: “No, Pelu, si vos le amagabas, enganchabas para afuera y definías con derecha, ¿entendés?”. ¡Siete años tenía el pendejo! Bueno, la cosa es que esta vez definí como mi hermano quería…
Pero la verdad fue que Shilton me ayuda. Lo peor que hace Shilton, como se ve, es que no me tapa nada. A Shilton no le tengo que hacer ningún amague; le tengo que adelantar la pelota nada más… Hizo cualquier cosa menos taparme como un arquero normal. Cuando lo paso, yo ya sabía que era gol: la toco, tac, cortita, tres dedos para que la pelota entre mansita. Y listo. Ahí sí que salí gritando como loco. No necesité mirar al referí ni a nadie. Sabía lo que había hecho. Corrí por la línea de fondo y, cuando llegué al córner, me encontré con Salvatore Carmando, justo con él. Me abrazó y enseguida llegaron todos los demás. Burruchaga, Batista, Valdano, se olvidaron de los retos de Bilardo: “¡Qué gol hiciste, hijo de puta, qué gol hiciste!”, me gritaban. Cuando estuve con Bennaceur, en Túnez, también me confesó algo del segundo gol. Me dijo:
—Ese gol también lo hizo por mí, Diego.
—¿¡Cómo por usted!? ¿Por qué?
—Porque yo podría haber parado la jugada en el comienzo, cuando me reclamaron una falta. Y después, ya en su carrera, dos o tres veces, por foul, pero usted seguía, seguía, y yo lo acompañaba diciendo “¡Ventaja, ventaja!”.
Claaaro, ley de ventaja, todo el tiempo. Así que también en eso tuvo que ver el tunecino. Y en esta no se equivocó, no se equivocó para nada. Entendió el juego. Me emocionó mucho que él no estuviera enojado conmigo, porque el tipo, en vez de acordarse del peor error de su carrera, se acuerda de que estuvo en ese partido. ¡Cómo no lo voy a querer!
Ese gol para mí tiene música. Y la música es el relato de Víctor Hugo Morales. Ese gol me lo hicieron ver y escuchar en inglés, en japonés, en alemán. Hasta, un día, me hicieron entrar con un video en el que, al final, la pelota se iba afuera. Pero el relato de Víctor Hugo es único. Por eso lo copio y lo pego acá. Porque hasta leyéndolo es como si lo estuviera escuchando. Y vuelvo a emocionarme, como la primera vez. “La va a tocar para Diego: ahí la tiene Maradona; lo marcan dos, pisa la pelota Maradona. Arranca por la derecha el genio de fútbol mundial, y deja el tercero ¡y va a tocar para Burruchaga! Siempre Maradona… ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… ¡Goooooolll! ¡Goooooolll! ¡Quiero llorar! ¡Dios santo! ¡Viva el fútbol! ¡Golaazo! ¡Diegooooo! ¡Maradooona! ¡Es para llorar, perdónenme! Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos, barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste? Para dejar en el camino tanto inglés, para que el país sea un puño apretado, gritando por Argentina… Argentina dos, Inglaterra cero. ¡Diego, Diego, Diego Armando Maradona! Gracias Dios, por el fútbol, por Maradona, por estas lágrimas, por este… Argentina dos, Inglaterra cero”.
Ese relato y las palabras de mi viejo, después, fueron un premio. Un premio como la Copa del Mundo. Mi viejo nunca fue de regalarme elogios o decirme “qué bien que le pegaste a la pelota” o “qué buen pase metiste”. Pero después del partido contra Inglaterra, cuando nos encontramos, me dio un abrazo y me dijo: “Hijo, hoy sí que hiciste un golazo”. Y me contó que se desesperaba mientras miraba la jugada, porque pensaba que no iba a patear nunca, que me iba a caer o que me iban a voltear…
Entonces terminé de tomar conciencia de que lo que había hecho, eso que había hecho, seguro que había sido algo muy pero muy grande. Tan grande que pensamos que todo se había terminado ahí. Y no, no se había terminado. ¡Iban diez minutos del segundo tiempo, nada más! Nos dormimos, nos confiamos, nos pasó eso que yo no quería que nos pasara nunca.
Y los ingleses empezaron a tirar centros que caían como bombas. Mirá, mirá: Nery le saca un tiro libre a Hoddle, que le pegaba bárbaro, yo lo conocía bien. Y también lo conocía a Barnes, todos lo conocíamos a Barnes. Explicame cómo Bilardo no pone a nadie para marcarlo, ¡a nadie! Lo deja al Gringo Giusti, que tenía menos marca que yo, y lo pone al Chino Tapia por Burru, para tener más la pelota. Pero el “grone” empezó a hacer desastres por la izquierda, lo desbordaba siempre al Gringo… Y pasó lo que tenía que pasar: mandó el centro, se resbaló Nery, el Cabezón lo perdió a Lineker, que cuando tenía una te vacunaba, y Lineker nos vacunó. ¿¡Qué necesidad teníamos de sufrir, explicámela, qué necesidad!?
Ahí me di cuenta de que tenía que agarrar la pelota de nuevo, que teníamos que empezar otra vez. Y, fijate, no esperé nada: apenas salimos de la mitad de la cancha, aproveché que los ingleses estaban cebados, que se nos venían con todo, y salí haciendo la calesita, la misma o parecida a la del segundo gol. Lo busqué al Chino, que para algo lo había puesto Bilardo, y nos salió una pared bárbara. Y Tapia le pegó al arco con tantas ganas, con tantas ganas, que hasta se desgarró… Pero pegó en el palo, la puta madre.
Y volvieron a atacar los ingleses. Y siempre por allá, por la izquierda, porque veían el negocio, ahí donde Barnes se le iba a siempre a Giusti y se le iba a Enrique también, que había bajado para ayudar. Pero nada, no lo podíamos parar. Enseguida, se dieron jugadas de futbol parecidas, muy parecida a la del gol, fijate. El Negro Barnes desborda, tira el centro, la pelota roza en el Negro nuestro, Enrique, y se levanta, se levanta… Pasa por arriba de Pumpido y cae como un misil en el segundo palo. Y es ahí donde aparece la otra jugada de Dios, la nuca de Dios. El Vasco Olarticoechea se tira en palomita para adentro del arco, con Lineker acostado arriba de él. Y la saca, no me preguntes cómo, pero la saca… Nos salva a todos, lo salva a Bilardo. ¿Qué se hubiera dicho del cambio que no hizo si esa pelota entraba? ¿Qué se hubiera dicho de los desbordes del Negro Barnes? Tendría que haber entrado Clausen, viejo, tendría que haber entrado Clausen, cualquiera se daba cuenta. Por suerte, por suerte Bennaceur se apiadó de nosotros. Y casi no dio tiempo suplementario.
Yo salí corriendo como loco para el banco y… en el vestuario, después del partido, me daban cada beso, ¡me daban cada beso! Pero me daban besos de amor, en serio. En ese momento, sí, me sentí el mejor futbolista del mundo. Lejos.